Para la Policìa somos ciudadanos o borregos sacrificables? - Fiestas & Personalidades

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martes, 6 de julio de 2010

Para la Policìa somos ciudadanos o borregos sacrificables?

SANTO DOMINGO, DN.-El periodista Edwin Ruiz, del semanario Clave y Clave Digital, denunció que fue objeto del acoso policial porque intercedió a favor de un ciudadano que había sido víctima de la violación de sus derechos civiles en el cuartel policial de Villa Francisca, en el Distrito Nacional.A continuación el relato detallado de los hechos, escrito por el periodista:
Sólo expresó ¡wey!, y de inmediato los lobos grises que rondan las calles y las carreteras lo encerraron de manera arbitraria

Edwin Ruiz/Clave Digital

Papo es un típico dominicano. De esos tantos que pueblan nuestras calles, y que pasan desapercibido en un país donde la gente sucumbe ante el oropel del dinero fácil y que en su enajenación colectiva deja olvidada en el camino sus derechos ciudadanos.

Papo no anda pensando en como “pegarse” a un funcionario del Gobierno, en “meterse” a un partido político para buscársela, en “engañar” a su vecino en un negocio chueco para obtener ganancias inmorales o en “vivir” del cuento para echar pa´lante en esta carrera hacia la falsa riqueza, en esa especie de “¡sálvese quien pueda!” que nos lleva a todos hacia el fondo de un abismo.

Papo es un típico dominicano muy atípico. Por su humildad cotidiana es un personaje muy común, y por común, aunque usted no lo crea, es invisible: Papo es pobre, sin conexiones, y sólo trabaja para ganarse el pan.

El domingo pasado, bajaba a pie por la avenida Duarte, en dirección a la casa de un amigo a buscar unas herramientas de labores. Son las 4 vespertinas, y se supone que debe estar dos horas más tarde en la empresa en que trabaja para iniciar una jornada laboral que terminará con la primera luz del próximo sol.
Archivo/Clave Digital

Es cuando observa una estampa frecuente. A la altura de calle Benito González unos agentes de AMET se dedican a detener a los conductores, y en plena vía, luego de apartarlos a lugares discretos, de forma curiosa despachan a esos ciudadanos.

También es el momento en que Papo comete una imprudencia que para un pobre es imperdonable en este país: se indigna ante el abuso e interpela al jefe, expone a la autoridad en su conducta opaca, señala y pone en evidencia al lobo gris.

Talvez asombrado por lo que veía, gritó ¡wey!, lo que al parecer fue interpretado por los policías como un llamado de atención. Y como una presa y como un “malcriado”, no como un ciudadano sujeto de derecho, es visto Papo por el lobo gris tan sólo por gritar: ¡wey!

No conozco el origen de esta expresión, ni su significado exacto. Por el uso de la “W”, asumo que se deriva de una voz inglesa, y con tantos gringos, en nuestra historia, imagino que en algún momento y tras tantos roces fue incorporado en el repertorio del dominicanismo. Si me preguntan, de tanto escucharla, respondería que su significado es un llamado de atención sobre algo, que es la forma del dominicano de señalar un hecho, un evento llamativo que acontece en el momento. Explicaría que es una expresión exclusiva la oralidad criolla, utilizada para advertir sobre una situación. Pero después de tantas explicaciones, continuaría inseguro sobre su significado exacto.

Sin embargo, no hay dudas de que los agentes de AMET tienen una interpretación muy definida sobre el significado de esta difusa expresión. Detuvieron a Papo, y varios de ellos, uno con el rango de teniente, lo llevaron a la estación de la Policía de Villa Francisca, frente al Parque Enriquillo. Caminaron con el detenido unas tres cuadras, y tal vez, a los ojos del transeúnte, la escena era de la de un peligroso delincuente que era llevado amarrado hasta la prisión.

Sin dudar, los agentes dieron su interpretación sobre la expresión “¡wey!”, según se lee en el cuaderno de entrada: “Gritó que estábamos macutiando y dijo también que tenía prueba”, declararon los agentes. Ante tal alegato, Papo sólo repetía una y otra vez a sus futuros carcelero que sólo dijo “!wey!” .

En estos momentos recuerdo cómo conocí a Papo, en un momento en que me encontraba desesperado por encontrar a un buen y honrado electricista, que me sacara de los apagones particulares en que me encontraba. Y pude encontrar en él a un hombre trabajador y honrado y por demás muy buen electricista.

Estando en la Librería Cuesta, a la cinco de la tarde, recibo su llamada. Desde el otro lado de la línea me cuenta que está detenido por la Policía, y me pide que vaya a la estación, por que los agentes de AMET han cometido abuso de autoridad contra él. Sin la más mínima idea de lo que podía hacer y sin saber con qué podía contar para ayudarlo, me presento en el destacamento. La celda es una ergástula oscura y húmeda, y dentro, descalzo y con el torso desnudo, está el electricista, junto con otros jóvenes que aseguran ser menores de edad.

Los custodios alegan que fue detenido, porque no se defendió de la acusación de los agentes de AMET que decían haber sido difamados. “Guardaba silencio” dijeron. Mas, discretamente me confesaron que los agentes de AMET pidieron que fuera apresado por un tiempo y que luego lo “depuraran”. A todo esto, y para defenderse, el electricista repetía a sus custodios que solo había dicho “¡wey!” y nada más.

Después de un poco de tensión, y desconfianzas, y tras identificarme como periodista, y darles a conocer mis números de teléfonos y enseñarles mis documentos de identificación, amablemente el encargado de guardia accede a liberar a Paco. En ese momento reconoce que realmente “no había hecho nada grave”.

Pero los lobos grises recorrían por toda la estepa urbana. Tuve que llevar a mi desafortunado amigo desde la cárcel a su trabajo, lo que implicó un recorrido desde Villa Francisca al Ensanche Naco. De regreso (resido en Alma Rosa), en la avenida 27 de febrero, a la altura de la Ortega y Gasset, escucho la bocina de una camioneta de la Policía Nacional. Pienso que simplemente intenta abrirse paso, y me hago un poco a un lado.

Eran las 9 de la noche, y aunque la vía estaba un poco despejada había un importante flujo vehicular como para dudar que mi vehiculo, un simple Toyota Corolla que circulaba como manda la ley, pudiera llamar tanto la atención. Pero resultó que sobre mí estaba montado un chequeo policial, exhaustivo, casi quirúrgico.

Empecé a sospecharlo tras un segundo bocinazo en la entrada del cruce a desnivel de la Avenida 27 de febrero con Máximo Gómez. No hubo sonido de sirena, como sucede en las películas, sólo un confuso e indefinido bocinazo y detrás una tenue pero titilante luz de la Policía.

Reduje un poco la velocidad, con el propósito de asegurarme sobre lo que pasaba. La camioneta de la Policía se pone en paralelo, no lo escucho, pero puedo ver entre las sombras los enérgicos gestos que un policía hacía con sus brazos para que me detuviera inmediatamente. Respondo con otro gesto intentando comunicarle que me detendré más adelante, porque a riesgo de un accidente de tránsito, no podía detenerme en medio del desnivel donde los vehículos cruzan a elevada velocidad. Por demás, está prohibido estacionarse en elevados y túneles. Me paso al carril izquierdo, quedando el vehiculo de la Policía detrás.

En ese momento recuerdo a Abraham Ramos Morel, el joven de 23 años, estudiante de la UASD, asesinado por la Policía el 27 de junio pasado, por hacer lo mismo que yo estaba haciendo: intentar estacionarse en un lugar seguro después de recibir el mandato autoritario para detenerse.

Siento en el centro de la nuca la mordida ardiente de la bala policial, y siento mis sesos reventar y esparcirse por toda parte. Y hasta imaginaba la explicación oficial: “intercambio de disparos”. Pero en la ruleta rusa en que han convertido este país tengo mejor suerte que el infortunado joven estudiante. También soy más afortunado que el anciano de 81 años asesinado de un balazo por la una patrulla policial cuando circulaba con su hijo por la Autopista del Nordeste. Parece que en mi caso la bala no se encontraba en el tambor.

Fue impresionante el aparataje. Desde que me estaciono tres policías salen del vehiculo, y uno de ellos, con un radio portátil de comunicación en las manos, me interpela: “¿Qué le pasa a usted que no se detiene cuando la Policía se lo ordena?”. Con energía le respondo: “Eso es falso, procedí a detenerme tan pronto percibí que me mandaron a detener, y la prueba es que en este momento no estoy huyendo”.

El chequeo fue exhaustivo dentro de la cabina del vehiculo. Buscaron debajo de los asientos, dentro de guantera. Creo que hasta debajo de la alfombra. Sin embargo curiosamente no se interesaron en revisar el baúl, un lugar propicio para guardar cosas.

Pregunté insistentemente la razón del chequeo, y la respuesta era que se trataba de una operación de rutina. Aun así, no pude evitar preguntarme si se trababa de un hecho vinculado con mi presencia menos de una hora antes en el destacamento de Villa Francisca, donde había dejado mucha información sobre mí. Pero no lo creo, pues todo parece ser una manifestación de la epidemia policial, que convierte a los ciudadanos, sobre todo, si son pobres, en borregos sacrificables. Un resultado del lastre autoritario que nos deja el inacabable trujillismo que convierte a los policías en jauría de feroces lobos grises que merodean por la estepa urbana sedientos de vidas.

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